A los pies de la serra de Collserola está el barrio de Sant Genís del Agudells, un barrio “alto” de Barcelona situado en el camino hacia Sant Cugat del Vallès y que queda franqueado por la montaña y la ronda de Dalt. Una zona rural en el Medievo, que actualmente está formada por altísimos bloques de pisos construidos en los años 70, cuando Barcelona apostó por la «arquitectura moderna de los polígonos de viviendas«.
Es evidente que muchos de nosotros creemos que ya lo hemos visto todo en Barcelona; pero nada más lejos de la realidad. A pesar de pasar con coche repetidamente por la zona, haber vivido mis primeros años de casada en la calle Fastenrath del vecino barrio de la Teixonera, e ir habitualmente al pabellón de la Vall d’Hebron, donde mis hijas han jugado a voleibol en diversas ocasiones, la primera noticia que tuve de un interesante edificio que hay en este lugar fue la semana pasada, y que hoy os quiero invitar a visitar.
Pero antes que nada, permitidme unas breves pinceladas históricas del lugar. La palabra “Agudells” es un diminutivo de la palabra “agulla” (aguja) que, sin lugar a dudas, se utilizó para dar nombre a una zona escarpada y puntiaguda donde primaban las fuentes de agua y los terrenos pantanosos. Una de las principales actividades de las mujeres de la zona en siglos pasados era ir a recoger la ropa de las casas ricas de Barcelona y encargarse de lavarla en la multitud de lavaderos que se crearon, dada la pureza y la calidad del agua (todavía se conserva una pequeña muestra en la calle Aiguafreda de Horta). Según dicen las crónicas, el núcleo primitivo de este barrio creció alrededor de una iglesia parroquial datada en el siglo X, un cementerio, diversas masías y tierras de cultivo, entre las que estaban Can Safont, Can Barret, Can Besora, Can Borni, Can Gomis, Can Gresa, Can Janer, Can Piteu y Can Figuerola, nuestro destino de hoy.
Can Figuerola o Torre Figuerola es una casa pairal (solariega) del siglo XV, más concretamente de 1470, que llegó a ocupar una gran extensión de terreno entre la Vall d’Hebron y la falda de la montaña del Tibidabo. Inicialmente se conocía como Can Fuster, pero cambio ese nombre por el de Can Figuerola cuando pasó a ser propiedad de la familia del abogado y político Laureano Figuerola Ballester, un calafino nacido en 1816 que desde los siete años vivió en Barcelona, en cuya universidad estudió filosofía y leyes, y en la que ejerció, años más tarde, como catedrático. Consultando sus datos biográficos he descubierto que, independientemente a ser vecino de Horta, ejerció de ministro de Hacienda tras el triunfo de la Revolución de Septiembre de 1868, y fue el promotor de una reforma monetaria en España que llevó al libre cambio y a que, el 19 de octubre de 1868, se firmase un decreto para la acuñación de una nueva moneda, cuyo diseño original incluyó en el anverso la figura de una mujer sosteniendo una rama de olivo y apoyada sobre ¡el Peñón de Gibraltar! ¡Había empezado la historia de la peseta!
La masía, en manos de la inmobiliaria que se encargó de urbanizar la zona y que estaba prácticamente en ruinas, la compró la familia de pintores Palmero, que se encargaron de su restauración y establecieron la sede del Instituto de arte que lleva su nombre: el Museo Palmero. Está declarada patrimonio histórico-artístico, lo que le otorga interés tanto pictórico, como arquitectónico. Sus ventanales góticos y el aspecto rural, que ha sabido conservar, llaman poderosamente la atención al encontrarse entre medio de edificios de veinte pisos de altura, donde prima la impersonalidad y el cemento.
Una vez franqueada la puerta de entrada, en la que destaca un picaporte de forja en forma de dragón, recuperado de un portal del barrio de Gràcia, el interior conserva el olor a humedad y a rancio propio de este tipo de viviendas de campo. Las salas están completamente abarrotadas de pinturas, tallas religiosas policromadas, objetos de cerámica, algunas muestras de mobiliario de obra y de objetos varios. En una de las paredes hay un enorme mural que representa la Llegenda de les Quatre Barres de Sang (Leyenda de las Cuatro Barras de Sangre) que explica el origen del escudo real de los reyes de Aragón y condes de Barcelona. También en la misma sala, y sobre una cajonera, hay una talla de Sant Jordi matando al dragón. ¡Otro más para añadir a la lista de los Sant Jordis de Barcelona!
En los subterráneos se conserva un túnel, al que se accede por una angosta escalera de techo bajo, que dicen que comunicaba la masía con la montaña y que se usaba para facilitar la huida en caso de asedio. Según la leyenda, uno de los personajes famosos que lo usó con ese fin fue el bandolero Joan de Serrallonga, durante una de sus visitas a Barcelona. Actualmente acaba en una pequeña cavidad, húmeda y mal iluminada, no apta para claustrofóbicos.
Pero, lo más importante del contenido de la masía es la colección permanente de obras pictóricas de los Palmero, y digo “los” porque se trata de una saga de pintores de la que ya forman parte tres generaciones.
La saga la inició el Maestro Palmero, un manchego de Almodóvar del Campo, que devolvió el Quijote a Barcelona mediante los 113 cuadros que pintó con todos los personajes que salen en la obra, y que forman parte de la colección del museo. Su hijo Miguel fue el continuador. Revisando un folleto sobre la exposición, que estaba a disposición de los visitantes, me llamó la atención algunas obras de su producción relacionadas con la ciudad de Barcelona, como Las Ramblas en invierno, Plaza España, Rambla de las Flores o La Puerta de la Paz.
Actualmente el que ha recogido el testigo de este arte de estilo realista es el representante de la tercera generación, Alfredo Palmero, también conocido como Freddy o Palmero el joven. Dos de los temas que caracterizan las obras que pinta son unas modernas meninas, que han tomado de ejemplo a las de Velázquez, y en las que priman las líneas geométricas, los colores intensos y las miradas intensas hacia quien las observa, y los caballos árabes a gran tamaño que han llegado a interesar hasta al Emir de Qatar. En la exposición hay una importante muestra de todos ellos.
Aunque no se puede afirmar con rotundidad histórica, la tradición dice que Miguel de Cervantes visitó Barcelona en dos ocasiones y utilizó la metáfora «flor de las bellas ciudades del mundo” al referirse a ella. Lo que es seguro es que algo tuvo con esta ciudad que le provocó una sincera y entusiasta admiración, de la que dejaría constancia en la parte final del Quijote, haciéndole recuperar el juicio al ingenioso hidalgo y premiándole con la posibilidad de protagonizar, finalmente y en tierras barcelonesas, diversas aventuras junto a bandoleros y turcos que ya no serían producto de su imaginación. Ya de regreso a aquel “lugar de la Mancha” donde empieza la historia, puso en boca de Don Quijote maravillosas palabras para describir su paso por la ciudad: “Archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única; y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, sólo por haberla visto… sólo por haberla visto”.
Pues bien, los Palmero han hecho que, a través de sus cuadros, el Quijote volviese a visitar Barcelona, y parece ser que a permanecer en ella durante muchos años.